¿Acaso no memorizan ustedes un poco de poesía para parar la masacre?
Mahmud Darwish
Existen momentos que hacen doloroso escribir ciertas líneas; las que ahora escribo vienen acompañadas por acontecimientos recientes que producen múltiples horrores: los continuos ataques a los pueblos palestino y sirio, el aparentemente imparable avance del corporativismo occidental que deja sus terribles rastros en diversos territorios de México, América Latina y el resto del mundo, las desapariciones y las muertes que se empeñan en no parar, hacen pensar en la fragilidad de los cuerpos, de la vida frente a la ambición, y en el carácter definitivo y definitorio de los tiempos que vivimos. La guerra se expande de a poco en múltiples territorios y se oculta bajo un velo que acelerado, vertiginoso más bien, y profundamente mediático, sumerge más en la espectacularidad que en la reflexión y el asombro ante lo ocurrido, que pone sobre cada acontecimiento un velo que genera distancias en apariencia infranqueables en las que sí, el horror está ahí afuera, pero se queda en la artificial lejanía del dispositivo móvil.
En fechas recientes, no puedo dejar de pensar que el gran (y terrible) éxito de la guerra contemporánea es mantener al máximo la violencia, la muerte y la destrucción (en las zonas de conflicto) sin que ello implique una disminución en el ritmo de consumo (en las zonas de paz). Destrucción al máximo en las regiones que, antes que otra cosa y con toda honestidad, podemos afirmar que representan una afrenta a los intereses de la economía global; consumo al máximo, en los lugares en que el control y el sujetamiento ocurren ya de manera cotidiana, en que, insisto, la violencia es más una noticia que se desvanece como parte del juego de la inmediatez de nuestros medios, que un acontecimiento que sacuda los fondos de la reflexión, la acción, la política, en fin, la vida.
Es doloroso, digo, escribir cuando ciertos golpes de la realidad que hemos creado en el mundo contemporáneo se cierran duramente. Y sin embargo, es posible, como posible es pensar otra realidad, otros puntos de encuentro que no nieguen la realidad presente, ni las voces del pasado que claman ser escuchadas y que, igualmente importante, abran rutas para volver a pensar en el futuro. Y es desde este lugar, creo, que el libro Retornos del discurso del “indio” (para Mahmud Darwish), cuya edición estuvo a cargo de Silvana Rabinovich habla (y canta, sobre todo) para todos aquellos que encuentran en la poesía no un escape de la realidad, sino una transfiguración de la misma, un diálogo constante y, para el caso de este libro, un canto a muchas voces, en muchas lenguas que se encuentran sin atropellarse en el camino.
En el libro “se narra la historia del vuelo de un poema” –afirma Rabinovich-, que va de los jardines de la UNAM a un proyecto de traducción que llevaría el canto del poeta palestino al español, al mazateco, al chinanteco, el mixe, el zapoteco y el maya (traducciones que se concretan en la edición aquí comentada) y que tiene pensado alcanzar cuantas lenguas originarias le sea posible en el futuro próximo. Y justo por ello es posible afirmar que la historia de este libro tiene su origen mucho antes: nace con voces que vienen desde el pasado remoto, que hablan de la tierra, de los árboles, el agua, de la necesidad de que estos vivan, pues nuestra vida sólo desde ellos es posible, y de ahí, se posa en las palabras del jefe Duwamish Seattle, a quien Mahmud Darwish evoca en su poema.
El discurso del “indio” es un diálogo poético en el cual Darwish confronta al conquistador, “el señor de los caballos” que trae guerra, enfermedad, nuevos dioses y nuevos nombres a un mundo que desconoce, a un mundo que llama nuevo sin ser capaz de reconocer que ese mundo viene de mucho tiempo atrás. La voz cantante da la cara (multiforme, pues está hecha de los rostros humanos y de la naturaleza) y exige al conquistador, al evangelizador, que pida perdón por los daños causados, a la par que pide a su mundo resistir a los fieros embates:
Tú, ¡señor de los caballos!, enseña a tu caballo a pedir perdón
al espíritu de la naturaleza por lo que has hecho a nuestros árboles.
Oh, árbol, mi hermano
te han torturado como me torturaron a mí
no pidas misericordia
para quien a mi madre y a la tuya taló…
(Darwish, 2018. P. 18)
El poema no pide misericordia, pero tampoco abona en odios, no opta por ver al otro, al hombre blanco, como un enemigo perpetuo al que habría que eliminar, sino que, por el contrario, le invita a la experiencia del mundo desde una posición otra: la de quien no ve la tierra como un lugar de conquista, sino como el lugar donde ocurre la vida; se muestra respetuoso por el Dios de los hombres llegados del mar, pero no tiene miramientos en exigir se permita levantar de nuevo esas formas de vida que se gestan de modos distintos. Y es que las pérdidas de la devastación son muchas, y no verlo implica una derrota contundente e irreversible en cualquier nivel, por ello advierte:
Les faltará una tregua con nuestros espíritus en las noches estériles de lluvia
y un sol menos ardiente, y una luna menos llena, para que el crimen aparezca
menos festivo en la gran pantalla, así que tómense su tiempo
para matar a Dios…
(P. 19)
y más adelante…
Están sitiados, blancos, por muertos muriendo, muertos
en vida, muertos que retornan, muertos que revelan el secreto,
Entonces ¡den tiempo a la tierra para que diga la verdad, toda la verdad
sobre ustedes
y sobre nosotros…
y sobre nosotros
y sobre ustedes!
(P. 23)
Nada se extrae de la conquista sino la muerte: de la tierra, de los que la habitan, humanos y animales. Y aquellos que han muerto, que día a día continúan muriendo, volverán constantemente; la verdadera decisión está en si los que hoy vivimos deseamos que esos muertos, esos fantasmas nos persigan o bien, mejor, acompañen nuestro camino ya transformados en memoria que somos, y que será.
Lo que aquí atrevo a esbozar es apenas un acercamiento mínimo a todo lo que se puede hallar en el poema de Darwish, a las potencias que la palabra poética libera. Se trata éste de un poema cuya fuerza expresiva provoca, une, pero ya no tratando de orientar a un solo camino, a un rumbo que muestre una verdad absoluta, sino justo, a la posibilidad de abrir caminos para el futuro.
Y todo en el libro Retornos del discurso del indio juega con esas posibilidades desde el ejercicio que plantea: llevar el poema de Darwish a lenguas originarias de México. Los traductores fueron Gloria Martínez Carrera para el mazateco, Alicia Gregorio Velasco para la versión en chinanteco, Yasnaya Elena Aguilar para el mixe, Víctor Cata para el zapoteco del itsmo y César David Can Canul, quien trabajó la versión en maya. Cada trabajo es encomiable no sólo porque se muestra la increíble musicalidad y complejidad de cada una de las lenguas presentadas, su ritmo poético, las dificultades y rutas a la hora de tratar el poema, sino porque se trata de un trabajo compartido. Según lo relatan varios de los colaboradores de esta edición, en cada una de las traducciones se discutía apasionadamente cada palabra, cada sentido, en aras de una exactitud no atrapante, sino más bien sensible, en la que antes que atar las palabras a un significado, se les libera potencias. Y aunque el lector no hable ninguna de las lenguas contenidas en la edición, recomiendo ampliamente leer cada versión del texto, guiados por la sonoridad, por la música que en cada lengua adquiere.
Traducir tal vez sea uno de los actos más profundamente humanos que nos quedan, pues quien traduce se compromete no sólo con una lengua, sino con sus hablantes, con los otros que ofrecen al traductor todo su camino vital a través de las palabras. Así, traducir poesía no puede ser entonces otra cosa más que un acto de generosidad en el que se descubre, como afirmó Curzio Malaparte, que la generosidad viene de las manos que reciben, no de las que dan. Al traducir, creo, ambas partes reciben: quien traduce recibe el poema, las palabras que se escribieron desde una lengua tan lejana, que no queda sino llevarlas a la intimidad. Quien nos ha dado el poema recibe sus palabras volcadas en el otro, con todo lo vivo que esa otra lengua contiene; antes que juego especular, encuentro, diálogo.
Es doloroso, sin duda, escribir en momentos en que la guerra, la desesperanza y la muerte se ciernen sobre todos, incluso sobre aquellos que temerosos o hasta prepotentes, le alejan la mirada; pero la tarea de escribir sostiene la vida en su capacidad de ser compartida, leída, cantada, sobre todo en esos momentos en que es doloroso escribir. La poesía hace acto de presencia como posibilidad vital, como acto de resistencia (esa palabra que resiste incluso al desgaste que los medios masivos le quieren imprimir), como diálogo. La poesía no nos salva, no pretende, y es importante recordarlo, salvarnos de la realidad, al contrario, nos pone frente a ella, pero transfigurada en el lenguaje, más como potencia que como resignación.
Con lo anterior, no pretendo atribuir a la poesía esas cualidades terapéuticas o cuasimágicas que ciertas tendencias contemporáneas tratan de atribuir a las artes, ni mucho menos se trata de erigirla (a la poesía) como la base fundadora de una nueva moral, se trata más bien de poner el oído atento a su murmullo, a ese que se atreve a quebrar discretamente el ruido del mundo exterior con sus altoparlantes, sus medios acelerados e incluso sus bombas. Se trata de poner el oído atento a esas palabras que, ya encarnadas en los escuchas, ayuden a parar la masacre.
Francisco de León,
Ciudad de México, abril de 2018.